El cuerpo le pesaba, el agua de la lluvia resbalaba por su
cara, le mojaba el pelo negro y le se le pegaba a la cara. Tenía una rodilla
apoyada en el suelo empapado y embarrado, mientras su respiración a bocanadas,
irregular y rápida por el esfuerzo, trataba de volver a la normalidad. Los
músculos le ardían como si estuviera siendo quemado junto con la leña en una
hoguera. Pero no iba a rendirse. No con todo lo que había sufrido, todo lo que
había dejado atrás y los sacrificios que había hecho para llegar hasta allí.
Cogió aire una vez más, agarró la empuñadura de su largo mandoble, y se levantó
de nuevo mientras se abalanza a grito de guerra contra su oponente, el cual aún
sonreía con sus enormes ojos rojos brillando como dos rubíes malditos. El
demonio levantó las garras, enseñó toda su dentadura en una macabra sonrisa a
pesar de estar herido en varios puntos vitales, y esperó a que se acercara. No trató
de clavarle el mandoble. Había asumido que tratar de atacarlo por delante era
imposible, pues su defensa era absoluta. Giró sobre sí mismo, cogiendo impulso
y lanzó tal estocada que partió al íncubo por la mitad. La sangre oscura como
el petróleo corrió se mezcló, ya en el suelo, con el agua y el barro, formando
una horrible mezcla. Ya todo había terminado. Era libre. Cayó de rodillas al
suelo y solo atisbó a ver como las nubes desaparecían, volvía a salir el sol y
sonrió, antes de caer muerto, escuchando a su hijo llamarle en la distancia.
Ahora era su turno de luchar por los suyos.
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